En Barcelona, las palabras pesan más que los goles.
Cuando Joan Laporta dijo que “no es momento de especular con escenarios poco realistas”, no solo clausuró la ilusión de los hinchas: cerró la puerta simbólica del templo que Messi ayudó a construir.

El presidente del club catalán eligió la frialdad institucional para responder a la emoción de un ídolo que, días atrás, había encendido la nostalgia: una visita al Camp Nou, fotos en la tribuna vacía y una frase que conmovió a todo el fútbol —“extraño este lugar con el alma” —. Bastó ese gesto para que el planeta Barça imaginara, por un instante, la reconciliación entre el club y su historia más luminosa.

Pero Laporta, que ya cargaba con la cicatriz de la salida de Messi en 2021, eligió la contención política. “Por respeto a Messi, a nuestros jugadores y a nuestros socios, no es momento de especular”, dijo en Catalunya Radio. Traducido: el Barça de la deuda, el fair play financiero y la refundación no puede darse el lujo de soñar con su pasado.
El problema es que, sin ese pasado, su presente carece de relato.

Messi, mientras tanto, juega en Miami, pero vive entre dos geografías afectivas: la de su retiro dorado y la de su origen futbolístico. El regreso nunca fue solo un asunto deportivo, sino un gesto de reparación. Un cierre de círculo que, ahora, Laporta parece haber cancelado por completo.

La dirigencia intenta escribir una nueva era alrededor de Lamine Yamal, el joven prodigio de 18 años al que Laporta defendió con la misma retórica paternalista que usó alguna vez para proteger al propio Leo: “Es un verdadero profesional, necesita apoyo y contención”.
La historia se repite, pero con menos épica y más control de daños.

En el fondo, lo que se juega no es el regreso de un jugador, sino la posibilidad de que el Barcelona vuelva a ser el club que creyó que podía desafiar a todos los poderes —económicos, deportivos y políticos— desde su propia mística.
Sin Messi, ese mito ya no tiene cuerpo.
Y Laporta lo sabe.